Se quema la tarde mientras yo te miro sin que te des cuenta.
Y exhala tu pena un perfume muy dulce y se congela el sueño.
Se apagan los cuerpos, miras la ventana con aire ausente
como quien mira alumbrada por la luz del ocaso a un niño que duerme.
Tus ojos se tiñen con el viejo color de la infancia,
nostalgia del tiempo en que todo tenía respuesta,
en que era más largo el verano y más pequeño tu mundo.
Y unos pasos seguían siempre de cerca a los tuyos.
Y yo te diría, no sé,
que las cosas van a marchar bien,
te mostraría el futuro, la borra del café,
con ángeles y estrellas,
noches, milongas
e historias, ¿recuerdas?, que hablan
de viejos amantes que crecen,
que dudan y esperan
su turno mientras anochece
y el mundo se enferma.
A veces vigilo con calma tu rostro mientras miras fuera.
Escribes, navegas, revisas las fotos del último viaje.
Y cubre de nieblas tu piel, sin aviso, la memoria herida.
Fumas un cigarro, suspiras y esparces todas las cenizas.
Te callas y el miedo, feroz, cose tus pestañas.
Delicadas alas de una dulce mariposa,
veloz, fuerte y luminosa. Sin tregua persigo su vuelo
y cubre nuestra casa el polvo del recuerdo.
Y, como la tierra generosa abraza la raíz
de un frutal encendido, yo te abrazo a ti.
Y abrazo tu ropa, no sé, tus maletas,
tu rostro, tus dudas, tus pies, su huella,
tus manos y hasta tus zapatos,
tu pena, mi castigo,
la curva de tu espalda,
el hueco en el que anido.