Te vas
a la ciudad definitiva sin mí,
perdonarás que no te vaya a despedir.
La noche corta como un cristal roto y tú
estarás tan triste como hermosa.
Tu luz
quemó mis naves cargadas de incertidumbre
y el corazón que sobre tu mesa yo puse
para cenar la noche en que nos dispusimos
a saltar de la mano al precipicio.
Y yo procuraré sonreír más a menudo
y acostarme a una hora prudente.
Tú me enseñaste que afuera siempre
me está esperando una nueva mañana,
como aquella nuestra, radiante y soleada.
Como aquella nuestra, radiante y soleada.
Te vas
a la ciudad definitiva y en Madrid
quedamos huérfanos y enfermos. Te vas a reír,
pero pregunto cada noche a los fantasmas
que habitan mis bares
cuándo vuelves a casa.
Los días caen lentos como el polen de un árbol
cubriendo todo mi jardín de desencanto.
Un sucedáneo de la vida será al fin
el tiempo que he de recorrer sin ti.
Y yo procuraré no suspirar tan a menudo
y acostarme a una hora prudente.
Yo sé que afuera, inevitablemente,
me está esperando una nueva mañana
–lo prometiste– radiante y soleada.
Y tú procurarás cumplir con lo que has prometido,
ser fuerte y devorar la manzana.
Has de pensar, cada nueva mañana,
que un tipo a menudo piensa en ti y sonríe
aunque quizá no sean sus días más felices.
Y yo procuraré mantener la luz encendida
por si se te ocurre volver de repente.
Alumbrará este recuerdo incandescente
el camino de vuelta, aquel que trazaron antes
viejos fugitivos, nuevos amantes.
Viejos fugitivos, nuevos amantes.
Y yo procuraré sonreír más a menudo
y acostarme a una hora prudente.
Tú me enseñaste que afuera, siempre,
me está esperando una nueva mañana
como aquella nuestra,
radiante y soleada.
Te vas
a la ciudad definitiva sin mí.